Acerca de la poesía de Fina García Marruz

La gravedad y la gracia de las miradas perdidas
Por Ivette Fuente de la Paz

De la vastísima obra de Fina García Marruz, prima el interés la convergencia de temas que, al parecer deslindados y desviados de un común eje, se integran para ofrecer una medular concepción de su poesía: como los “secretos del mirar atento” de Eliseo Diego, son en ella “la gravedad y la gracia” de las “miradas perdidas” que pronuncian los arcanos de la Forma.
Desde Las miradas perdidas (1951) se advierte en su poesía una relación particular con la realidad asumida en su carácter simbólico, emblema manifestado en ese “rostro” como apariencia visible de una esencia invisible, tal y como dice la poetisa: “…toda apariencia es una misteriosa aparición”.
En su obra se manifiesta aquello que se intuye como “oculta armonía”, captada desde las cosas más sencillas y “pobres”, las aparentemente más insignificantes, apegadas al vivir, poesía que es un canto a la rerum natura (al estilo lucreciano) donde la “naturaleza de las cosas” resalta en su propia llaneza, sin más rebuscamiento que aquel que precisa su “misteriosa aparición”. Y para que no huya ese ser misterioso que asoma tras las cosas como epifanía natural, es que Fina –como recuerda su propio verso- quier(e) “escribir con el silencio vivo”, para que el ser mismo del universo captado por su mirada, al derrotar la máscara muestre su “verdadero rostro”.
Tanto en sus primeros libros como luego en Visitaciones (1970), así como en otros textos de espléndida madurez, encuentran espacio todos los asuntos y motivos que se abren a la luz de aquellas “miradas perdidas”, para integrarse al ruedo de una “armonía cósmica”. De este modo, todos los temas señalados por la crítica (ética, religión, conocimiento del mundo) como gajos de una misma “raíz poética”, se avistan desde una “radical extrañeza”, lo que no es óbice de lejanía pues son parte de una realidad que asoma como propia, pero que se aprehende en el deslizamiento previo y requerido por su exterioridad, ese que señala el misterio de lo “exterior de la poesía” –que tan bien se explica en el ensayo homónimo- y que constituye el punto de entrada, pórtico del alma por el que se abarca la plenitud íntima, vedada, secreta. A la par que Friedrich Schelling, filósofo alemán propugnador de una “filosofía de la naturaleza”, con quien encontramos comunidades de espíritu y puntos de contacto sorprendentes, Fina García Marruz parece decirnos que “la naturaleza es el espíritu visible, y el espíritu es la naturaleza invisible”, lema igualmente caro a Heráclito de Efeso, cuando expresara que “la naturaleza ama esconderse”, secreto de su movilidad y volubilidad o, como dijera Jacques Maritain sobre el amor, que configura en el interior la Forma que trasciende toda Forma, “metáfora del corazón” como vía de conocimiento del mundo, que es el conocimiento poético, en el que insiste Schelling cuando expresara que “el amor es el lazo de todas las cosas”, correspondencias con el trasunto poético en Fina que por la “visión exterior” de un Objeto llega a su “entrega amorosa”.


A nuestro juicio, el libro Las miradas perdidas, a la vez que anuncia los ideotemas que se revelarán con fuerza en su obra posterior, atiende a todas las expresiones válidas a sus concepciones poéticas, concertadas en la propia estructura: “Las oscuras tardes” (poesía intimista, del recuerdo, que se acompaña siempre con una especial calidad mística); “Las miradas perdidas” (paisaje interior y exterior, inmanencia aprehendida pero siempre trascendida); “La noche en el corazón” (los paisajes exteriores apresados, entrañados y devueltos en su peculiar palabra): “Dos cartas” (punto de flexión, contacto o viraje de sus temáticas); “Sonetos de la pobreza”; “Los misterios” (ambas secciones donde el sentido de lo católico de aborda y expresa con mayor plenitud); “Variaciones sobre el tiempo y el mar” (enlace de todos sus sentidos anteriores, donde el tema de lo católico como misterio de la figura, se enlaza al misterio de los rostros, las personas, el derredor).
Ya Cintio Vitier había advertido con gran tino, el elemento de evocación por vía de la memoria llamado por él la “imaginación del sentimiento” (con el que califica igualmente a Eliseo Diego) y que da una especial connotación a los paisajes interiores destacados a partir de un visaje de lo exterior, en lo que el crítico Jorge Luis Arcos llamara “estética de lo Exterior” y que si bien alcanza en estos poetas origenistas distinciones importantes, los comunica con la base objetual, próxima y familiar de sus contenidos, al revelar la esencia que los enlaza y los engarza al entorno.
Ese dominio abarcado por la mirada se exterioriza como “forma”, figura que guarda latente una esencia aún más íntima. Es lo que Merleau-Ponty llamaría “fenomenología de la percepción”, Jacques Serrano “milagro de la expresión” y que para el filósofo F. Schelling fuera la más simple relación de la figuración con la naturaleza, base de toda prodigalidad y manifestación de lo real.
En este especular del objeto como forma, se avista un particular pensamiento poético allegado a la fenomenología (quizás aquella señalada por Edmund Husserl en las “objetividades esenciales” que sitúa en lo aparencial del mundo una vía de penetración de sus esencias) tesis básica del ensayo “Lo exterior de la poesía” que apela a una “exterioridad mucho más profunda”, que va más allá de lo “externo-conocido” para aproximarse, pro el misterio de la Forma, a lo “externo-desconocido”, “verdadera allendidad de lo Exterior”.
Estas figuraciones que en Fina superan la más notoria de “cuerpo”, se deslizan en los nítidos contornos de todo lo expresado, sean objetos, rostros, sentimientos, para llegar a su “misterio”, milagro de la propia existencia, pensamiento sostenido en un sensorialismo de reminiscencia neoplatónica y sufí. El modo de sentir los detalles del “mundo” como epifenómeno que se “asoma” y se debe tomar en toda su dimensión y altura, y que en Eliseo Diego se define en su proceso de “nombrar las cosas”, es en Fina García Marruz la posibilidad de percepción espiritual, intuición poética a la vez que mediadora de la realidad primera, prescindible de ésta en un nuevo rango de realidad, lo que para el pensamiento oriental (básicamente sufí) fuera “lo imaginal” y que en Fina se manifiesta en el concepto eminentemente católico de “misterio”. Pero ese misterio, sabemos, no se queda en el signo, sino que se abre a lo infinito por perfectibilidad hacia Dios, imagen detonante que traspasa ese “externo-conocido” y que continúa su marcha hacia lo insondable que es lo “externo-desconocido” porque va más allá de la imagen hasta el caudal de lo “imaginario”.
Esa propensión al traspaso y superación de la primera Forma, como apariencia, es el síntoma más auténtico de la poesía, sustento de las palabras del francés Gaston Bachelard cuando dice que “el valor de una imagen se mide por la extensión de su aureola imaginaria”, lo que supera la simple memoria para entrar de lleno en el plano de “lo imaginal”, imaginación que, como dijera el filósofo David Hume, rompe el orden y la forma del fenómeno reflejado (“previo desorden de los sentidos”, diría la poetisa aludiendo a Rimbaud) enriquecido ahora por una absoluta “libertad”, la que en Fina no es una “pasión de la voluntad” sino un “acto del pensamiento”, una “visión”, un “acto de mirar”. El misterio de la Forma que se transvierte, inaudito, desde “el ojo mismo de la poesía” para llegar a “lo visto”, sin artilugios, es el tema de su monumental poema “Transfiguración de Jesús en el monte”, allí dice:

En el Monte su cuerpo no resiste a Aquel que / nunca supo pensar nada que no pudieran / compartir su pecho o sus dos manos; /oh, difícilmente podríamos comprenderlo, El se/ ha vuelto totalmente exterior como la luz; como la luz El ha rehusado la intimidad y se ha / echado totalmente fuera de sí mismo…

“Transfiguración de Jesús en el Monte” compendia formas y contenidos, sentimientos y presupuestos estéticos y brinda de manera pura y explícita la esencia del cuerpo en la parábola cristiana de la excelsa Forma, que en la luz de Dios permite exteriorizar el misterio guardado en el interior.
De este parangón advertido, destaca asimismo la “estética de lo Exterior” de la poética de Fina -que en Eliseo Diego tomara cuerpo en la fenomenología del espacio y la dialéctica del “adentro y el afuera”- y que en ella se hace dicotomía del estar y el no estar de la apariencia, misterio entre la forma de un ser en el espacio y el tiempo, y la fuga de ese espacio, tal y como se aprecia en uno de sus más conocidos poemas, “La demente en la puerta de la Iglesia”, donde dice: “Mirad que esa demente es quizás tan sólo un / esplendor incomprensible, / pero decidme a qué alude su flor pintarrajeada, / y esa tremenda suerte de aislamiento, / qué ha podido llevarla al extraño país de su / avarienta mirada sujetando la miseria / como una moneda..”, “extraño país” que fuera “el extraño pueblo” que acogiera su “Convalecencia” (como los extraños pueblos eliseanos), extrañeza incomprensible de esa figura que parece decir también: “No sabes de qué lejos he llegado / a morirme y a estar entre vosotros / y hasta qué punto he sido detenido / de la mágica tela de los otros” (“No sabes de qué lejos he llegado”). Linde del misterio, como “superficie casta y pura”, que como imagen supera el propio ser pensado en la sabiduría de su forma, aparece en Fina el motivo del “rostro ”adonde asoma ese mismo misterio, como umbral (“Vedla sentada a la puerta de su rostro”) y como primera luz (“Será su rostro la primera / luz que contemple el alma renacida”) y que es otra señal de la integración que hace la poetisa de la subyacencia católica y los signos inmanentes del mundo.


El tema del “rostro” es uno de los más notorios índices de la calidad de lo exterior y la dialéctica de las cotas espaciales, donde la superficie es el único límite, imágenes superpuestas de esas distintas figuras que se alcanzan dentro del tiempo, alertas a la fuga que a veces debe contener la “máscara” como a un “principio eterno” infinitamente devuelto, desvanecido. Lo “figuracional” que tanto tiene que ver con el tema del tiempo (una de las recurrencias de tan distintos matices en los poetas origenistas), se expresa de manera ceremonial en el hermoso poema “Canción para la extraña flor” que se enlaza sutilmente con el tema medieval de “la rosa”, que es el mismo canto a la fugacidad efímera de las cosas, que alcanzara su punto culminante en la “ronda de la muerte”, “variaciones” de un mismo asunto de consonancia universal que se expresara además en el ubi sunt (señalado también en otros poemas, como en “Extraño condiscípulo”, en “El distinto” o de cierta manera en “El bello niño”) como añoranza y nostalgia, y que en igual tono hace decir a la poetisa: “Quién te podrá tocar sin espanto? Lejana es tu / presencia como el cuerpo de la nieve. / He aquí que estás entre mis dedos prestándoles / una suerte de atenta delicadeza / de aquí que toco y siento esa velada distancia / que no podemos nunca atravesar”. Pero si en sus poemas de mayor cercanía con el entorno, la costumbre, la familia, la figura es la contención del espíritu que pugna por denostar su presencia, su potencia de ser, en los poemas donde el sentimiento católico se vuelca con mayor plenitud y fuerza, ésta alcanza su punto culminante, tema que a veces secunda una intención de mayor profundidad eidética que enaltece su leit motiv.
Consustancial a la Forma y como un rango a la vez que poético, estético en su poesía, “las miradas” son un recurso que se entraña en lo vital y así en lo vital poético de García Marruz. En “Lo exterior de la poesía” insiste Fina en el impulso (“volición” diría el poeta Edgar Allan Poe) que abre las compuertas de un trasfondo esencial, y que crea la “verdadera libertad” de una imaginación que proviene, para ella, de la visión. La incorporación del mundo, el develamiento del manto protector de las superficies, el ahondamiento en la multiplicidad de lo real con la conciencia unitiva de ver más allá de las imágenes para “saborear” su misterio –así como fuera la “filosofía del acto” que es el “saber saboreando” en el sufismo-, son los “secretos del mirar atento” (“lo poético” para Eliseo Diego) de una visión del alma (“saber del alma” de María Zambrano), acto de mirar que es el salto “…a la orfandad divina, / (…) del ojo que te mira y que me mira” (“¿Soy yo la que desprende…”) juego vivencial de entrar al mundo, salvar sus límites, por los juegos de la mirada: “Qué extraños ojos se apropian la mirada! / Quién me vio allí, te vio, a quién veíamos…” (“El distinto”); miradas perdidas que se acoplan al “ojo de la certeza” (de la mística sufí) para llegar, en el “Nacimiento de la Fe”, hasta Dios: “Ahora creo, Señor, en tu mirada, / en mi obra y oscuro sacrificio, / con esa fe que se alza de la nada”.
Pero esa mirada no proviene de los “ojos abiertos” –que quedarían, como sentidos de apropiación del epifenómeno de lo aparencial, en lo “exterior-conocido”- sino “de la visión del ojo cerrado”, “videncia” guiada por la intuición de “las miradas perdidas”, sabiduría de gracia –diría Santo Tomás- sabiduría por iluminación –sería para San Agustín- que entronizan ambas en una sabiduría poética como un “saber del alma”.
El instante del fulgor poético puede asemejarse con ese momento en que ocurre el “destello” –concepto de la mística sufí-, difícil concurrencia de los “primeros rayos de la manifestación de la Esencia” antes de llegar al ocaso en su extinción. El raro equilibrio entre ese mundo corpóreo que se desvanece y el mundo espiritual está fijado por una “distancia mágica”, medida cifrada entre “el ojo y lo mirado” que sólo se salva en un único fulgor de lo poético como “espacio imaginado” o más precisamente, como espacio de “lo imaginal”, más allá de la imaginación como proceso, instante cuando lo invisible toma realmente forma, a través de la invocación y la figuración para vencer la “exterioridad”.
De este modo la intención de ver por “las miradas perdidas” es el significado más propio del poetizar, lo que para Ibn Arabi fuera la contemplación por “el ojo de la certeza”. Por esta alta facultad de la visión (al-bash) se alcanza la visión contemplativa o interior (basîrah), que es la visión del corazón, imprescindible huella que destaca la idea de las “razones del corazón” del filósofo francés Blaise Pascal en la que vemos reflejada con tanta fuerza el sentido de la visión interior tratada en el sufismo y que sustanció el concepto de “razón poética” en María Zambrano, vía por la que dejó huella en los poetas origenistas. Con mayor profundidad insiste Ibn Arabi en esta facultad de la mirada al contemplar lo esencial como modo de “mirar” a Dios, en un juego de identidad y semejanza que se opera en la dimensión de “los espacios intermedios” donde se confunden los rostros y las visiones entre el Yo y la Otredad, “mirar atento” que es la mirada que refleja, en la búsqueda de Dios, el visaje del propio corazón.
En busca de lo “exterior-desconocido”, sumergida en la propia “exterioridad”, Fina llega a aquello que llamara Schelling “el alma de la forma” que es el alma de la naturaleza, como anima mundi. Por su especial sintonía con una filosofía de la naturaleza (que resuena con aquella “filosofía natural” de la que nos hablara Cintio Vitier sobre José Martí), Fina transita, a través de su “mirar atento” por los grados de develación del alma del mundo: Primero por la Forma (determinada), luego por la fecundidad (que es su sentido), para llegar a la Gracia (la forma desplegada) y finalmente al Alma (por su revelación). El impulso del tránsito es el amor “a la superficie casta y triste”, por ella se alcanza “una unidad extraña”.
Continuidad de una poesía sembrada en las miradas perdidas y crecida en palabras o silencios que se complementan, con la obra de Fina García Marruz se asiste a un esplendor poco frecuente: el fuego de la hoguera, percibida tras “un cristal que casi no se advierte”, flamea, y al final vemos que la intensidad de “su exterior” ha sobredimensionado el calor de una primera, desconocida llama.
Josefina García-Marruz Badía
Conocida internacionalmente como Fina García Marruz nació en la Ciudad de La Habana el 28 de abril de 1923. Estudió la primaria en el Colegio Sánchez y Tiant y el bachillerato en el Instituto de La Habana; se doctoró en Ciencias Sociales en la Universidad de La Habana en 1961.

Dra. Ivette Fuentes de La Paz
Ivette de los Ángeles Fuentes de la Paz (La Habana, 20 de mayo de 1953)
Doctora en Ciencias Filológicas (1993) y Doctora por la Universidad de Salamanca (2016). Ha desarrollado su labor profesional como editora, especialista literaria, directora del Proyecto Casa “José Lezama Lima” (Ministerio de Cultura), especialista en teoría y estética de la danza de la revista Cuba en el Ballet (Ballet Nacional de Cuba), y como investigadora literaria (Instituto de Literatura y Lingüística, Ministerio de la Ciencia).

 

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