El amor desteje el tiempo dorado por el Nilo.

¿Alguna mujer ha enviado una carta de amor para ser correspondida?…

El ensayo que presentamos trata de dar respuesta a esta interrogante.

Por la  doctora Ivette Fuentes de la Paz.

Ivette Fuentes de la Paz.
Ivette Fuentes de la Paz.

De la Carta de Amor al Rey Tut – Ank – Amnen se ha dicho que es la más desolada carta de amor que mujer alguna haya escrito porque, desde el momento de escribirla, estaba condenada a no ser respondida (Antonio Oliver). Pero ¿es que acaso mujer alguna ha escrito una carta de amor para ser correspondida? No hay destinatario de amor que no sea el sí misma desgarrada, o no sea la página íntima que se vuelve un único consejo.

Dice Octavio Paz en un breve y largo tiempo urdido ensayo sobre el entramado del amor, la sexualidad y el erotismo que al igual que al soñar, como al amar –en el acoplamiento sexual – abrazamos fantasmas. No hay otra alternativa para el definitivo instante de la entrega- sea sexual o sencillamente amoroso – que abrazar a ese fantasma, inventado por el amor, que a toda costa se persigue como real en la complementación con ese “otro” que se busca y el que no aportará más el que se encuentre como aquello que enalteció el hallarlo.

Y no es que el hombre esté condenado a la soledad por amar, sino que el acto de amar está por encima del hecho fortuito de atraparse en un espacio – tiempo tan definido como condenado a pasar, pues supera toda circunstancia para ir más allá de esa realidad en que padece o se alegra, sufre o es feliz, es decir, el amor va más allá del mero acto de satisfacción carnal y espiritual, sentimiento que se alimenta de esos otros sentimientos que lo acompañan en su avatar.

Esa atracción hacia lo inefable y casi inalcanzable que es superarse a sí mismo en cuerpo y alma, hasta hallar la completez perdida en la disección de lo sexual, es un remanente de la infinitud en la que una vez habitó el hombre, imantación y refracción de los cuerpos, hechos hombre y mujer, que se van tocando en pedazos para reconocerse en lo que tuvieron de unidad.

Así tenemos que el amor sufre por lo ajeno y extraño, por lo que quiere incorporar por “añoranza” a la propia identidad, y a la vez, el amor se encanta en esa carencia de la que nutre su perennidad. Y es esta la “contradicción insoluble”, porque alcanzar lo que persigue desdice su lógica, al ser su perseguido no un ente real sino un ser imaginable por perfección, paradigma de lo que no es su “yo”.

Si nos adentramos en el destino de los más legendarios amores que narra la literatura universal veremos que hay un leif motiv, que es el “reconocimiento” de la “mismidad” en la “otredad”, reconocimiento que, si se satisfaciera en sí mismo llevaría a un plano de relaciones planimétricas, pero no volumétricas, como es el ámbito en el que se escenifican. De aquí la conclusión a la que llega Octavio Paz al decir que, aunque este reconocimiento de los enamorados aspira a la reciprocidad, es independiente de ella. Simplemente porque el amor es mucho más que una aspiración meramente individual para ser el acto de comunión con el universo, el que sólo, por su condición corporal y espiritual humana, es posible a través del comportamiento “terrenal” del hombre. De aquí la clara escisión entre amor y sexualidad, forma o modo esta última en que se consuma el primero ineluctablemente, pero no irremediablemente.

El amor, que es añoranza de la unidad perdida, tiene su base explicativa, en tal sentido, en el mito del “andrógino”, cuando Platón en un discurso plenamente poético y así metafórico, habla de un hombre y una mujer divididos como castigo de los dioses, que los condena a buscarse eternamente para esclavizar el amor al sentimiento de “insuficiencia”. Platón hace del mito del andrógino una base de su concepto de amor “terrenal”, pero también lo enaltece como amor cósmico, toda vez que en su búsqueda de la perfección y belleza de la armonía originaria llega al plano ascendido del amor para el equilibrio con el movimiento del “sol y las demás estrellas”.

Si en el mito platónico estas dos mitades separadas se buscan mutuamente para restañar la perfección del protohombre – la “separatividad” original según concepto de Erich Fromn – en la realidad es esta necesidad de fusión, junto a la conciencia de su falta, las que sostienen el sentimiento de atracción sexual, acendrado fundamento de los valores positivos del amor y consecuentes con su condición terrenal. La insuficiencia de sí mismo es lo que hace ansiar la complementariedad del contrario – imantación de la “otredad” – y ver en esta carencia la belleza que guía la vocación amorosa; vocación que no se resume, repetimos, en la posesión del objeto amado pues la insuficiencia no es tan sólo corporal sino además anímica. Hombre y mujer, en la unión carnal, consumen una propensión de completamiento, pero continúa la insatisfacción pues la fusión momentánea tan sólo calma una tendencia raigal, una búsqueda de conocimiento – reconocimiento – que sólo la calmará la esperanza de esa reunificación, deseo siempre vivo de reintegración al seno universal.

El amor es deseo de belleza como retorno a la armonía y perfección perdida. Si bien es el que sostiene la simetría de los astros, el código que penetra esta geometría como correspondencia macrocosmos – microcosmos, reunificación en la pareja humana, es la belleza de un estado de satisfacción, de una integración de sentimientos, no sólo corporales o sensuales, sino espirituales que colman más que el instante de alguna consumación, al más intrincado “yo”.

Como trasfondo del amor está quizás el sueño alquímico del “homúnculo”, ser creado “a imagen y semejanza” de Dios, en aquella total perfección no hallada en el ser humano sino en el “andrógino” que es lo pasivo femenino y lo activo masculino, fuerzas encontradas para llegar al más alto grado de alcance místico. Idéntica idea que subyace en el afán del hombre de prolongarse en “creatura”, ese “alter ego” que a la vez que lo identifica, lo supera e inmortaliza. ¿Y no es acaso este el afán del amor al perseguir un “ideal”, el soñado ideal por el que vive, aureola que otorga la perfección al ser escogido y que, más allá de la propia realidad que pudiera ofrecer como “persona” es alcanzable en su “imagen” como objeto amoroso? ¿No es la misma idea del ser perfecto que se busca en lo admirado, lo ansiado, como base de ese impulso amoroso por lo extraño y ajeno, lo así amado?

Esta superación de lo circunstancial en el amor es el deseo de romper con la fatalidad del mundo, en cuanto a los obstáculos de “conseguir” al ser amado y de ascender al “otro”, aquel que no tiene más que la voluntad de la imaginación y del deseo. Tanto el amor terrenal como el místico son ascensiones del alma para un completamiento del ser: comunión con el “otro” como semejante, comunión con Dios.

Pero esta unión con un plano ascendido de la circunstancia terrenal en la que se ama, no puede alcanzarse más que por la proyección del accidente humano. Es por la visión (es decir, por los sentidos) que se percibe la belleza añorada y se llega a la autoconciencia de la falta. La visión es el vehículo de reunificación y es quizás el que más se identifique con los sentidos del alma.

Entonces vemos que el muy breve momento de vida humana, es la única oportunidad que tienen las partes escindidas del ser para reencontrarse. Será entonces, como diría un gran poeta, los “secretos del mirar atento” la clave para poder volver a ser. Y es así como el Tiempo, junto a la insatisfacción y la insuficiencia, determina la Tríada sintomática de la fatalidad para el amor, sólo superables si se es capaz de saltar por los escollos que ellos mismos sitúan y llegar a los más altos grados de “contemplación” amorosa. Es así como dice Octavio Paz:

Todos los amores son desdichados porque todos están hechos de tiempo, todos son el mundo frágil de dos criaturas temporales y que saben que van a morir (…) Hay un instante de dicha que no es exagerado llamar sobrehumano: es una victoria contra el tiempo, un vislumbrar el otro lado, ese allá que es un aquí, en donde nada cambia y todo lo que es realmente es.

Así que cuando una mujer, poetisa por más señas, desteje, en su amor, el tiempo dorado por el Nilo, es que ha alcanzado con su nostalgia, el instante de dicha más allá de lo humano.

Victoria contra el tiempo que ha quedado impotente ante esa fuerza que lo supera y que no puede avasallar: es lo divino. No es el ámbito terrenal el que señala un camino a la mujer enamorada que permanece asomada a la urna para contemplar la eternidad, porque sabe que sólo en la prolongación de su ser en un poema puede abarcar el cuerpo en un abrazo. Por eso el Tiempo inmenso – separatividad de ambas vidas, como un solo cuerpo y, más aún, de esa vida y esa yacencia sin vida – se desteje y desmorona, se hace nada para serlo todo porque alcanza la inmortalidad.
Y vence porque el amor que inspira a esa mujer se hace indiferente a la trascendencia. Se inicia y concluye en la pasión misma.

Esta carta – poema, como toda entrega de amor, se alimenta de promesas: por los años detenidos en la inmutabilidad cambia la enamorada sus años de “amor y de fe”; por el corazón de reliquia, detenido en su “caja de oro y esmalte”, ofrenda su corazón vivo. Gran amor ese que ofrece más que espera, que es verdadero “dador” por no aguardar recompensa ni en una sola voz.

Y aún así, tiene Dulce María Loynaz esa voluntad de “romper con este mundo y subir al otro”, mundo terrenal que se muestra inconsolable por sostener, en su luz, un amor absurdo, pero que se enriquece y cobra bríos por saber que puede ese impulso llevarla más allá del cuerpo estático hasta el plano del éxtasis por la contemplación.
Quizás aspira este amor en lo íntimo a ser reciprocado; pero – como bien se sabe – su existencia es independiente de ello. Porque “los sentidos – también diría un poeta – son y no son de este mundo” en el amor. Así el abrazo entre un ente real y ese ente real por imaginado puede traer, en su ósmosis, la gradación de un cuerpo “otro”, fundidos por fragmentos y fuera de todo deslinde. Y en ese abrazo ideal – platónico – pueden unirse los tiempos y espacios en el poema. Posibilidad de decir al joven Rey:

Te fundía la muerte dura que tienes pegada a los huesos con el calor de mi aliento, con la sangre de mi sueño, y de aquel trasiego de amor y muerte estoy yo todavía embriagada de muerte y de amor…

Los tiempos se van fundiendo por superposición de planos, real e imaginario, enunciativo, desiderativo, tarde lejana de amor perdido, tan perdido como en la tarde en que es contemplado como visión fugada el amor imposible de hoy. Así se añora:

Hace mucho tiempo en otra tarde igual que esta tarde mía, tus ojos se tendían sobre la tierra, se abrían sobre la tierra como los lotos misteriosos de tu país.

Por esos sentidos, los de este mundo y los que no lo son, penetra el amor. En su secreto mirar atento los ojos del amado Rey, es que puede alcanzar su alma eterna, y llegar a la vida que está estrechamente ceñida, guardada en la caja de “esmalte y oro” de la urna.
Por la mirada que traspasa la impasibilidad del cristal es que puede la mujer ver y devolver la vida. Así vuelven a ser los ojos de sombra “ojos rojizos (que) eran oreados de crepúsculos y del color del río crecido por el mes de septiembre”.

Y nuevamente es la entrega, el préstamo de ropajes vida y muerte por el único resquicio por donde el cuerpo deja entrever su inmortalidad. El alma no es más que el vértice en que converge el mutismo y la palabra fervorosa del regocijo vital procurado por el amor. Por eso Dulce María entrega una vez más el preciado talismán de sus sentidos en la mirada viva:

Por esos ojos tuyos que yo no podría entreabrir con mis besos, daría a quien los quisiera, estos ojos ávidos de paisajes, ladrones de tu cielo, amos del sol del mundo.
Daría mis ojos vivos por sentir un minuto tu mirada a través de tus mil novecientos años…

La imaginación por los sentidos, requiere así mismo los sentidos. Hace falta más que la belleza de los ojos, la mirada, la emoción como movimiento del alma por la entrega, la consumación carnal y espiritual. Por eso son la quejumbre y la zozobra en este amor que, elevado en puntillas del pedestal platónico, tiende a un erotismo que hace desear al fantasma encarnado en el cuerpo de un abrazo. Por eso es también la nostalgia y la melancolía por lo inalcanzable terrenal:

Nada tendré de ti, más que este sueño, porque todo me eres vedado, prohibido, infinitamente imposible. Para los siglos de los siglos tus dioses te guardan en vigilia, pendientes de la última hebra de tus cabellos.

Pero este amor de renuncia y entrega, de total entrega al abismo de no saberse el tiempo, al oscuro vacío de su contemplación, es más que amor de mujer. Porque si en Canto a la mujer estéril, Dulce María es la “madre imposible”, la que va “Contra toda la Vida, sola”, aquí, será la mujer que se encuentra madre y que así defiende doblemente su amor, aún más, porque es ahora “Contra toda la muerte”, también sola.
Por eso, primero que el joven hombre yaciente en su muerte, la conmueven los pequeños y simples dibujos del niño, la “columnita de marfil”, azul, rosa y amarillo, y se asoma hasta él por el hilo de su niñez ya tan imposible, en la evocación de la alegría trunca de un niño rodeado de sus juguetes, a los que hubiera querido besar como quien reverencia el entorno y su huella.

Como ella misma dice, ante la imagen triste del joven Rey muerto, arrastrada en esa batalla contra la Vida cercenada y contra la Muerte, sola, por devolver el lustre de sus diecinueve años, hubiera sido capaz de convertirse en lo que nunca fue: “un poco de amor”.

Y ese poco de amor se desata por un río de tantos meandros antes vedados y contenidos que es ahora al fin la amante, la madre, la mujer renacida, todo cuanto la realidad impide y la imaginación, fértil y húmeda, como el propio río, le permite ser. Porque, así como contra el cristal “choca y rebota la Vida” y luego se pierde como “pozo cegado, ánfora rota, catedral sumergida”, así choca y rebota el breve amor temporal que sólo es salvado en su prolongación cósmica, fuera de los límites de su hechura, sarcófago de oro que limita los “siglos de los siglos” en la vigilia eterna de sus dioses.

Para ese “¡Rey Dulcísimo!”, toda la ternura de la mujer –madre; amante; que acerca el niño yerto hasta su corazón para hacerse una en él con sus latidos.
Y junto a la ternura, el desamparo y la desolación del rey adolescente han hecho crecer en la poetisa el alma – madre dormida; amor protector que acompaña a ese otro atrayente, sensual, prohibido, con el que logra robarlo a su sueño y colocarlo – vigilia y guarda tan eterna – en su seno.

Y así, como quería ella, recostado él, el joven Rey Tuk – Ank – Amen sobre su pecho, “como un niño enfermo”, regalándole “el más breve de sus poemas”, aún sin nombre, se teje el amor con los hilos desmañados del Tiempo.

Su carta nunca tuvo reclamo de respuesta. Tan sólo fue una carta de amor, que es hablarle al silencio.

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